viernes, 29 de julio de 2011
Cuando puso el omellete a freír, se largó a llover. Desde la habitación escuchaba con exasperación como las gotas golpeaban la chapa de la terraza insistentemente. Parecía que no tenía planeado dejar de llover por un largo rato. El vaho inundaba la sala. El olor a tierra mojada con el queso no era una buena combinación. Un grito que salía de la cocina me hizo pararme en seco de la silla y empezar a poner la mesa. Era rutina; El grito, el portazo que pegaba para salir al comedor y el ruido que la vajilla hacía al chocarse en mis manos.
Era uno de esos días en que todos los canales estaban infestados por la misma transmisión. La política, no era bienvenida en casa, por lo tanto la señora que había cocinado puso, al azar, un canal de cable.
-Vamos pues, que el tiempo no es doctor, pero ayuda a sanar el alma.- dijo Juan en modo teatral al ver que estaban dando 500 días de verano.
-Idioteces. Detesto verlas a la hora de la comida.- vocifero el señor, impaciente de absolutamente todo, y se dispuso a agarrar el control.
Siempre me entretuve tratando de descifrar como los ingredientes del famoso omellete de la señora que cocinaba se unían, se mesclaban para nunca más separarse. Lejos de ser una masa homogénea era entrometerse en su estructura y me gustaba separar con el tenedor los pedazos de jamón, el queso derretido y, cuando encontraba, algún rastro de pimienta.
-Le tengo envidia a los omelletes.- solté sin más.
Todos dejaron de comer. El señor dejó de pasar canales, deteniéndose en Agrodía. Sentí como sus miradas se clavaron en mi frente instantáneamente.
-¿Y por qué podrías tenerles envidia?- habló la señora que cocina.
-Usted puede hacer que los ingredientes del omellete que está en mi plato se junten y se acepten. El calor los une y cuando lo tajeamos y lo comemos, vuelven a juntarse en nuestras tripas. Nada de eso sucede con las personas. Las personas construyen paredes, o son demasiado frías o demasiado calientes. Nadie acepta nada, nadie acepta a nadie.
Atónitos ante mi explicación de tal sentimiento por un alimento, Juan rió con ganas y se levanto de la mesa. – ¡Provecho!-, gritó desde la habitación.
El señor, entretenido, entornó la mirada a mi plato.
-No pensás comerlo, nena? Apuesto a que si comes pausado evitas que se reúnan en tu estomago. Ja ja ja- Se descostillaba. Beh, siempre fue un cabrón retrógrado. Esta casa apesta a retrógrados.
La señora, con una media sonrisa cortó un trozo de su comida y en un movimiento rápido de muñeca, desapareció en su boca. Reposó su mirada penetrante y lacerante en mis ojos, mostrándome de vez en cuando cómo el bocado se había convertido en una espesa pasta y cómo se escurría por sus molares.
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