¿A caso alguien puede molestarse en recorrer la distancia que hay desde mi cuerpo hasta su cama sin parpadear? El crepúsculo dejó de alumbrar rojos por doquier, y la vida nos echa en cara el tiempo desperdiciado. El tiempo que pasé en tu cuarto. El desagradable tintineo de las canillas y lo empapado de tu espalda.
No creo que haya terceros nudos, los segundos fueron aún más ajustados que los primeros. La nula libertad no molesta pues tu momento es ese y nada externo puede penetrar. Pasamos años con el mismo aire cargado, sin renovar, sin abrir la puerta ni las ventanas. ¿No te quema el sol después de eso?
Pichones desplumados con consentimiento a una eternidad en cautiverio. La cueva a la que no puedo evitar volver cada vez que me alejo dejó mi piel escamada y amarilla. Y las huellas. Las interminables huellas pringadas hierven la carne. El único calor que puedas llegar a sentir carcome sentidos.
Y al final terminas por querer moverte, pero te das cuenta que vendiste tus piernas al sueño masoquista de él, y al cual hiciste propio.
Músculos acostumbrados a descansar imposibles de despertar.
La fuerza de voluntad duerme con él y su espalda empapada.
El pensar es rebeldía y se castiga con el peor de los escarmientos. Se castiga con la indiferencia.
Cuánto más lastima mientras estoy vulnerable, más me facilita la carrera. Y cuando logre desprenderme de tanto desamor y creencias retrogradas, la indiferencia será mi nueva cama. Y él un vago recuerdo de mi infancia.
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